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Usted primero, por favor

Rainaldo Ruiz
Concejal del Grupo municipal de Ciudadanos (Cs) en el Ayuntamiento de l'Hospitalet de Llobregat

Puigdemont abrigo ep


Vivimos en un tiempo desquiciado. Calientes los rescoldos del aniversario de la proclamación virtual de una república inaudita y de una huida, en parte del independentismo sigue imperando una especie de alteración de la percepción que convierte el desatino y la irresponsabilidad en ejemplo a celebrar.


Poner el foco de la atención, en un intento de comprensión, en uno u otro aspecto de las diferentes manifestaciones del independentismo, es frustrante y abre un abismo ante cualquier intento de acercamiento racional a la solución del problema desde una perspectiva política y/o jurídica. A estas dificultades, de dimensión más social, hay que añadirles otra que, si bien tiene un importante reflejo en el comportamiento del cuerpo social del independentismo, se fundamenta en un componente interior que acompaña a toda persona.


Me refiero a un aspecto inmediato, el que se deriva del impacto emocional que sentimos ante la reacción de alguien a quien admiramos cuando se enfrenta a una situación excepcional que exige una extraordinaria fuerza de ánimo para afrontarla. Sentimos admiración cuando la respuesta se reviste de alguna virtud o excelencia o nos sentimos defraudados cuando carece de la fortaleza de ánimo que presuponíamos en la persona admirada.


Por poner un ejemplo clásico, creo no equivocarme al afirmar que la mayoría de nosotros sentimos admiración hacia el comportamiento que adopta Sócrates en la lectura del Diálogo platónico de Critón. En algunos pasajes de este Diálogo, las Leyes se personifican en una prosopopeya ejemplar, en la que se sublima el valor de las leyes como baluarte de la convivencia cívica y, por ende, de la propia "Polis": "Si te marchas ahora, te vas habiendo sido condenado injustamente no por nosotras, las leyes, sino por los hombres. En cambio, si huyes de forma tan vergonzosa, devolviendo injuria por injuria, mal por mal, habiendo quebrantado tus acuerdos y tus pactos con nosotras...nos irritaremos contigo...sabiendo que, en la medida de tus fuerzas has intentado destruirnos”. Sócrates, fiel a su conciencia, responsabilidad y deber ciudadano, acata la sentencia y muere bajo los efectos de la cicuta.


Ya hace un año que el Sr. Puigdemont y cinco de sus Consejeros, ante la posibilidad de ingresar en prisión preventiva, huyeron a Bélgica. Dos meses antes el Sr. Puigdemont, en un alarde del epíteto que acompaña a su cargo (Molt honorable), había declarado públicamente: “estar dispuesto a ir a la cárcel antes que renunciar a la iniciativa por la independencia de la región…”.


En la épica homérica, la virtud que guía los actos de sus protagonistas, representa el valor pedagógico del ejemplo a seguir. La ejemplaridad, como “virtus generalis”, como “compendio de todas las virtudes humanas”, es acto y “si se advierte una contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, prevalece siempre lo segundo, lo que se hace, de modo que la acción real impugna la pretensión de validez del discurso moral” (Javier Gomá).


La responsabilidad como virtud supone la asunción de las consecuencias de las propias decisiones con entereza, incluso en el fracaso. La responsabilidad nace de la voluntad expresada y exige para sí un trato diferente a la inacción. No existen otras espaldas sobre las que cargar las consecuencias de los actos propios. El acto de ruptura con un “statu quo” debería suponer la condición de fortaleza que dicha decisión comporta y, ante el fracaso y exigibilidad de responsabilidades, ese valor contrarresta cualquier reacción que suponga un acto de cobardía.


Con su huida el Sr. Puigdemont se desprendió de algo más que de la fortaleza que va unida a la asunción de la responsabilidad por los hechos y, en ese desnudarse se deshizo del “thymos”: la parte del alma que, según los griegos antiguos, se ubica en el pecho. Emparentada a la moral se irrita e indigna ante cualquier injusticia. Es el sentimiento que se alía con la razón, con quien hace causa común, para controlar el impulso del deseo (Platón. La república). Esta irascibilidad toma especial relevancia cuando se dirige contra uno mismo por haberse apartado de su deber, cuando en él se ha impuesto el deseo a la razón.


C.S. Lewis definiría a las personas que se desprenden de este sentimiento de fortaleza que se anuda a la responsabilidad: hombres sin corazón (Men without chest). Para los antiguos griegos, el pecho era la patria de los sentimientos nobles, forjados en el deber para con la “polis” (que se articula a través de las leyes) y para con uno mismo (a través de la razón).


Puede resultar comprensible que una parte de la sociedad catalana sienta simpatía por los políticos presos. Este sentimiento lo desvela perfectamente Shakespeare: “Pero no es posible tampoco ejercer sobre él la severidad de las leyes. Está muy querido de la fanática multitud, cuyos afectos se determinan por los ojos, no por la razón, y que en tales casos considera el castigo del delincuente, y no el delito” (soliloquio de Claudio tras la muerte de Polonio a manos de Hamlet).


Lo que resulta inaudito es que una parte importante de esas personas valoren positivamente, elevando a épica, la huida de la responsabilidad, que confundan la cobardía con la astucia, que conviertan en ejemplar lo execrable. Este aval a la cobardía, al desprecio de lo éticamente ejemplar, explica la respuesta de Puigdemont, cuando apelando a su dignidad, le preguntan “¿porqué no vuelve a España e ingresa en prisión como los otros procesados?” y, sin el menor atisbo de sonrojo, responde: “Porque si estuviera en la cárcel no podría estar en este estudio. Yo no creo en los mártires…”. Es evidente que desconoce la virtud de la responsabilidad y de la lealtad. No, no es un mártir, es la deleznable personificación de la cobardía y la mentira, de la deslealtad institucional y la debida a aquellos que decidieron asumir las consecuencias derivadas de sus actos.


El concepto de modelo o ejemplaridad trasladado a las personas que ejercen de representantes públicos se convierte en un exigible ineludible, el cumplimiento de las obligaciones que imponen las normas (legales y/o éticas) debería ser la consecuencia de la internalización voluntaria por parte de la sociedad a la que se dirige y a ello coadyuva que sus máximos representantes se signifiquen en su cumplimiento. En Cataluña, por desgracia, la desobediencia a las normas se pretende ejemplar y la cosificación del que piensa diferente modelo de convivencia; se elude el menor esfuerzo por la comprensión del Otro, condición “sine qua non” para la convivencia cívica.


En Cataluña andamos moralmente descoyuntados, no hay espacio para el “usted primero, por favor” (el reconocimiento y preeminencia del Otro). Impera el deseo sobre la razón, la cronología sobre la madurez, en fin, el infantilismo sobre la sensatez.

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